—Hombre, a propósito de sabios— dijo don Frutos Redondo, el americano, que hasta entonces no había hablado—. Tengo pendiente una apuesta con usted, señor Ronzal... ya recordará usted... aquella palabreja.
—¿Cuál?
—¿Cuál?
—Avena. Usted decía que se escribe con “h”...
—Y me mantengo en lo dicho, y lo hago cuestión personal.
—No, no; a mí no me venga usted con circunloquios; usted había apostado unos callos....
—Van apostados.
—Pues bueno ¡ajajá! Que traigan el Calepino, ese que hay en la biblioteca.
—¡Que lo traigan!
Un mozo trajo el diccionario. Estas consultas eran frecuentes.
—Búsquelo usted primero con “h”— dijo Ronzal con voz de trueno a Joaquinito, que había tomado a su cargo, con deleite, la tarea de aplastar al de Pernueces.
Don Frutos se bañaba en agua de rosa. Un millón, de los muchos que tenía, hubiera dado él por una victoria así. Ahora verían quién era más bruto. Guiñaba los ojos a todos, reía satisfecho, frotaba las manos.
—¡Qué callada! ¡qué callada!
Orgaz, solemnemente, buscó avena con “h”. No pareció.
—Será que la busca usted con “b”; búsquela usted con “v” de corazón.
—Nada, señor Ronzal, no parece.
—Ahora búsquela usted sin “h”— exclamó don Frutos, ya muy serio, queriendo tomar un continente digno en el momento de la victoria.
Ronzal estaba como un tomate. Miró a Mesía, que fingió estar distraído.
Por fin Trabuco, dispuesto a jugar el todo por el todo, se puso en pie en medio de la sala y cogió bruscamente el diccionario de manos de Orgaz, que creyó que iba a arrojárselo a la cabeza. No; lo lanzó sobre un diván y gritando dijo:
—Señores, sostenga lo que quiera ese libraco, yo aseguro, bajo palabra de honor, que el diccionario que tengo en casa pone avena con “h”.
Don Frutos iba a protestar, pero Ronzal añadió sin darle tiempo:
—El que lo niegue me arroja un mentís, duda de mi honor, me tira a la cara un guante, y en tal caso... me tiene a su disposición; ya se sabe cómo se arreglan estas cosas.
Don Frutos abrió la boca. Foja, desde la puerta, se atrevió a decir:
—Señor Ronzal, no creo que el señor Redondo, ni nadie, se atreva a dudar de su palabra de usted. Si usted tiene un diccionario en que lleva “h” la avena, con su pan se lo coma; y aun calculo yo qué diccionario será ese.... Debe de ser el diccionario de Autoridades....
—Sí señor; es el diccionario del Gobierno....
—Pues ese es el que manda; y usted tiene razón y don Frutos confunde la avena con la Habana, donde hizo su fortuna....
Don Frutos se dio por satisfecho. Había comprendido el chiste de la avena que se había de comer el otro y fingió creerse vencido.
—Señores —dijo— corriente, no se hable más de esto; yo pago la callada.
Casi siempre pasaba él allí por el más ignorante, y el ver a Ronzal objeto de burla general, le puso muy contento.
no recordaba el pasaje, es genial...
ResponEliminapar de besos, Allau
Está tan repleta de grandes detalles que es fácil olvidarlos. Besos, Pilar.
EliminaQuè bé que no guanyi el més burro!!!
ResponEliminaNo sol passar a la vida real, Neus.
EliminaImagine que hui tirarien de Viquipèdia.
ResponEliminaI, si no trobaven "havena", culparien els que han fet la Wikipedia.
EliminaPerò avui en dia encara tenim aquesta mena d'autoritats, no? Què és el que ha fet l'Acadèmia d'Història amb l'entrada de Franco? Doncs això, escriure la Història també sense hac. ¿S. XXI? Em sembla que el "palito" encara està al bell mig de les dues XX.
ResponEliminaNo són autoritats, Vicicle, més aviat desautoritzats.
EliminaAmbrogio Calepio (dit Calepino) fou lexicògraf al XV. Quatre segles després encara era la referència. Re més a prop de la immortalitat que els diccionaris...
ResponEliminaConfesso que no ho sabia. Gràcies, Joan.
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