Hace unos trescientos años, el círculo jefe decretó que, puesto que las mujeres eran deficientes en lo referente a la razón, pero están abundantemente dotadas en lo relativo a la emoción, no se las debía seguir tratando como racionales, ni debían recibir ninguna educación intelectual. La consecuencia fue que no se les enseñó ya a leer, ni incluso a dominar la aritmética lo suficiente para permitirles contar los ángulos de su marido o de sus hijos; y, a causa de ello, su capacidad intelectual fue decayendo gradualmente de generación en generación. Y este sistema de quietismo o no educación de las mujeres prevalece aún.
Temo que esta política, aunque motivada por las mejores intenciones, se haya llevado tan lejos como para que repercuta dañinamente sobre el propio sexo masculino.
Porque la consecuencia es que, tal como están ahora las cosas, nosotros los varones tenemos que dirigir una especie de existencia bilingüe y casi podría decir que bimental. Con las mujeres hablamos de “amor”, “deber”, “bien”, “mal”, “piedad”, “esperanza” y otros conceptos irracionales y emotivos, que no tienen existencia alguna, y cuya invención no tiene más objeto que el de controlar las exaltaciones femeninas; pero entre nosotros, y en nuestros libros, tenemos un vocabulario, y casi puedo decir un idioma, completamente distinto. “Amor” se convierte entonces en “la previsión de beneficios”; “deber” se convierte en “necesidad” o “aptitud” y se transmutan correspondientemente otras palabras. Además, utilizamos con las mujeres un lenguaje que indica la máxima deferencia hacia su sexo; y ellas creen a pies juntillas que ni el propio círculo jefe es objeto de más devota adoración de lo que lo son ellas. Pero a espaldas suyas se las considera y se habla de ellas (todos menos los muy jóvenes) como si fueran poco más que “organismos sin inteligencia”.
(“Planilandia” d’Edwin A. Abbott, traducció castellana de José Manuel Álvarez Flórez)
Temo que esta política, aunque motivada por las mejores intenciones, se haya llevado tan lejos como para que repercuta dañinamente sobre el propio sexo masculino.
Porque la consecuencia es que, tal como están ahora las cosas, nosotros los varones tenemos que dirigir una especie de existencia bilingüe y casi podría decir que bimental. Con las mujeres hablamos de “amor”, “deber”, “bien”, “mal”, “piedad”, “esperanza” y otros conceptos irracionales y emotivos, que no tienen existencia alguna, y cuya invención no tiene más objeto que el de controlar las exaltaciones femeninas; pero entre nosotros, y en nuestros libros, tenemos un vocabulario, y casi puedo decir un idioma, completamente distinto. “Amor” se convierte entonces en “la previsión de beneficios”; “deber” se convierte en “necesidad” o “aptitud” y se transmutan correspondientemente otras palabras. Además, utilizamos con las mujeres un lenguaje que indica la máxima deferencia hacia su sexo; y ellas creen a pies juntillas que ni el propio círculo jefe es objeto de más devota adoración de lo que lo son ellas. Pero a espaldas suyas se las considera y se habla de ellas (todos menos los muy jóvenes) como si fueran poco más que “organismos sin inteligencia”.
(“Planilandia” d’Edwin A. Abbott, traducció castellana de José Manuel Álvarez Flórez)
Va fort...
ResponEliminaQuè m'has de dir...
ResponEliminaQué majo, el tío.
ResponEliminaD'un quadrat, què vols esperar?
Eliminaun catxondo, el paio.
ResponEliminaCollita de 1884.
Eliminaesteeeee ... naaaaaa
ResponEliminaUn bon pensament científic és el que ens cal.
Eliminaés que sóc una dona. snif (emoció sobreeixida)
ResponEliminaTranquil·la, tu ho pots superar.
EliminaUna altra manera de mirar-ho és que confirma com de voluble és el mascle.
ResponEliminaI com de perdut està sense la influència femenina.
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